Antonin Hudecek, Evening Silence, 1900 |
La
oscuridad de sus ojos me hacía querer ir hacia ellos, navegar en ese océano tan
calmo y misterioso y descubrir lo desconocido. Pero se trataba de una diminuta
curiosidad, común en las personas, descubrirlo no era mi principal objetivo.
Conocerlo era odiarlo. Por tal razón, lo amé como pude mientras lo desconocía.
Adoré aquellas transparencias y vacíos en su ser. Pinté una imagen suya con lo
que imaginaba que era usted, para amarlo puramente, para observarme a mí misma
en lo que había hecho de su persona. Vernos, pues, era una maldición, era auto
flagelarnos con silencios manchados de desdicha e imposibilidad. Busqué en su
mirada una respuesta para mis preguntas no formuladas. Yo, una masoquista. Hallé
ternura, sin embargo, sombras y superficialidad también. Usted, tan
tradicional, buscaba con locura conocerme. Aprovechaba todas las oportunidades
para sacar información mía, información que muchas veces yo ignoraba. Yo le
respondía con mi silencio, deseando en el fondo que usted me amara sin
conocimiento, que usted me correspondiera el silencio. Entonces, yo misma
rompía aquel mutismo con preguntas vacías que no iban dirigidas a usted. Las
lanzaba al aire para que se las llevara como hojas secas. Usted seguía la
corriente del viento, cazando con dificultad las hojas tostadas que jamás había
visto. Las acogía suavemente tratando de no romperlas y me respondía con
cautela. Enseguida, todo se hacía polvo en sus manos. No había más viento ni
hojas. Sólo el recuerdo de ellas, que yo procuraba grabar en mi memoria como
adorno del paisaje total. Entonces, usted me miraba como queriendo adivinar mis
pensamientos, de los que al fin y al cabo era dueño. Lo pensaba con severidad, usted
era mi inspiración, también mi creación. A pesar de ser todo tan confuso,
decidí no comprender nada. Era usted un camino que se debía andar con
precaución para no tropezar y caer. Sin embargo, algo en mí deseaba tropezarme
con esa piedra gigantesca. Maldije mis deseos incontrolables de dejarme mojar
por esa lluvia desconocida. Me detuve infinitas veces antes de mirarlo,
borrando todo rastro de esperanza en mis ojos. Después pasó lo inevitable. Como
el sol en la mañana, salió usted de su escondite, quemando con voracidad la
imagen que yo había creado de usted. Y yo, sin más, me quedé frente a aquel
fuego mirándolo con cierta ironía y nostalgia a la vez. El miedo me llenó,
brotaba por mis poros y me reventaba las venas. El pánico de haber ido más allá
me estrangulaba sin misericordia. Sufrí inmensamente. Por mí, una ególatra y por
usted, un ingenuo. Lo odié, no por conocerlo, sino por haberse dejado conocer.
Me odié, entonces, por haberlo amado. Fui llenándome de odio con cada respiro,
cada parpadeo, hasta que fui odio puro. Me volví negra, toda negra de mirada,
voz y ser. Supe, por consiguiente, que había tropezado sin remedio y que había
caído fatalmente. Murieron mis sentimientos, como mueren los peces en la
tierra. Murió usted, mejor dicho, la imagen que tenía de usted, y quedó frente
a mí otro que no era mi amado, un sujeto que aborrecía. Me puse de pie, sin
mirarlo, y me marché sin decir nada suspirando melancolía e ira. Usted se quedó
con su ser verdadero que yo no había querido recibir. Quedó también con
interrogantes infinitos que yo bien sabía pronto olvidaría. Entonces nos
olvidamos mutuamente, dejamos que el tiempo se llevara aquellos condenados
recuerdos, pero nuestras almas siguieron sintiendo el vacío y la añoranza del
acontecimiento pasado.
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