Seated Old Woman - M.C. Escher |
En el
camino polvoriento y rocoso de la vida, me di cuenta por fin de lo que era.
Solitaria caminaba sin afán en el sendero sórdido, mientras el sol quemaba mi
rostro con voracidad. ¿Qué era yo? Me preguntaba cada minuto de mi vida.
Desesperada siempre buscando la respuesta marchitaba las rosas con mi mirada y
acababa el aire con mis suspiros. Yo sabía desde antes qué era, pero el temor
me había obligado a desconfiar. Una melancólica empedernida. Eso era, con o sin
remedio, en aquel instante. Miraba los prados con tristeza, pensando que algún
día aquella zona se tornaría estéril y seca. Veía el cielo con su luna y sus
pocas estrellas visibles, recitándoles poemas mentalmente de la más triste
índole. Mis sonrisas eran cortas y precavidas, supremamente superficiales, de
ojos taciturnos, pero levemente brillantes. Le escribía con el corazón a todo,
hasta a la pared blanca frente a mí, tan falta de vida, como me sentía yo en
algunas ocasiones. Andaba con la soledad de la mano, amándola con mi ser y al
mismo tiempo muriendo por ella. Pocas personas se ganaban mi cariño. Pocas
personas me gustaban de verdad. A veces me alejaba de todo para acercarme a mi
nada cotidiana. No obstante, aparecía alguien y yo le correspondía aquella
aparición por ser alguien profundo, con manchas invisibles para muchos de
melancolía. Entonces hablábamos de a poco, de cosas que uno se habla a sí mismo
en la soledad. Quedaba cautivada aquella persona con mis palabras que tal vez
descubrían insuficientemente mi condición de taciturna. Mi poesía solitaria, triste,
pero llena, completamente llena de romanticismo puro les llegaba al corazón
virgen. Los pequeños momentos de interacción romántica con otras personas me
satisfacían rápidamente. Sin embargo, aquellos individuos pretendían abrirme
como un libro y sacar de mí todo, leerme desde el título hasta el punto final.
Aturdida yo frente a ello, huía. Huía atemorizada, con un terror que circulaba
como ríos feroces en mis venas, y me escondía en mi tan adorado aislamiento.
Allí, sufría en silencio por algo que desconocía en mí. Las manos me temblaban
sin control y el frío me helaba los huesos. Me arropaba con la luz del sol en
el día y la de la luna en la noche. Mi mirada sombría perdía su brillo cada vez
más rápido y mi sonrisa falsa se desprendía con facilidad. Nadie conocía mi
padecimiento y a veces, sumida en desamparo, también lo ignoraba. Disfrutaba de
aquel dolor, sin embargo, en algunas ocasiones.
Mi realidad distorsionada me permitía sentir las miradas amargas de la
gente, ver sus manos cansadas y temblorosas al final del día. Personas de
semblante oscuro, otros con las esperanzas cayéndose de a poco de su pellejo.
Era un paisaje oscuro y sórdido en el que se encontraban algunos restos de
sonrisas u ojos reflexivos. Me inspiraban esos diminutos bellos detalles, pues
en medio de mi común aflicción mental, apreciaba con ternura los brillos en la
oscuridad. Escribía poesía dedicada a aquellas sonrisas como estrellas en la
noche. Pero los demonios seguían acechando hambrientos y malditos, sedientos de
aquella luz resplandeciente. Y se la bebían. Rápido. Despiadadamente. Entonces:
oscuridad. Otra vez estaba yo, conmigo misma nada más, taciturna, callada y
casi muerta. Quería irme, escapar de ese lugar inmundo que no sabía si era real
o una alucinación. Me ahogaba con las luces tenues de la ciudad, observando el
vacío sin esperar nada. Nada. Deseé ser una gota de lluvia, caer y secarme.
Deseé estar en el campo con las flores impregnadas de vida y color, con los
árboles danzantes y el pasto tierno. Deseé ser un jardín y vivir del sol y la
lluvia. Deseé infinidad de fantasías. Imaginé, porque era lo único que me hacía
feliz, además de contemplar la naturaleza magnífica. Imaginé lo bello e
imposible. Y la melancolía seguía prendida de mi cuello, ahogándome de a poco.
La respiración dificultosa, los ojos casi ciegos, la boca cerrada, los oídos
sordos, las manos inmóviles y la mente en blanco. Lo único que me indicaba que
estaba viva eran los latidos de mi corazón débil. Rápidos y luego lentos. A
veces unos más fuertes que otros. Ese corazón que sentía por todos, que no
amaba a nadie, ni a sí mismo. Latía taciturno, pero esperanzado. Al fin y al
cabo se trataba de un corazón fuerte, que había sobrevivido a pesadumbres
inimaginables. Mi corazón. Y mi mente que imagina, y mis manos que escribían, y
mis oídos que oían, y mis ojos que veían el cielo. Y mi boca que… aún seguía
cerrada, pues así me gustaba. Mis piernas continuaron moviéndose, en el camino
donde crecían plantas en la tierra. Entendí qué era, pues, con mucha dificultad
y dolor normal. Sin embargo, aprecié aquello, el peso de la incertidumbre se
fue y trajo alivio a mis hombros. Seguí el camino con mi soledad y mi
melancolía bajo el brazo, esperando algún día encontrar un rincón en dónde
dejarlas.
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