Venetian Street - John Singer Sargent |
Hoy
me pregunté por qué los perros no vuelan. El techo de mi habitación parecía no
tener respuesta. Me levanté y salí.
El
sol estaba como siempre, echando llamaradas luminosas y calientes sobre todo lo
que hay en la ciudad. Mucha gente iba como de afán, a sus trabajos, quizás, o a
verse con alguien, de pronto, o a llevar a sus hijos a la escuela. Yo, no iba
para ningún lado. Sólo iba. Mirando la gente hacer sus cosas casi
maquinalmente. No puedo decir que todos, claro, pero la mayoría. Me incomodaban
estos zapatos. Sentía que caminaba raro. Afortunadamente, la MAYORÍA de
personas estaban absortas en sus quehaceres. Yo, absorta en mi nada. El cielo
estaba despejado. Difícilmente pude mirar hacia arriba por el sol. Bajé la
cabeza y tenía los ojos encandilados.
Sin
querer (interrumpir mis reflexiones) tropecé con un viejo. Parecía de esas
personas solitarias que coleccionan cosas sin importancia. Me disculpé. Él
también lo hizo. Las disculpas salieron como si nos las hubiesen guardado en la
memoria para usarlas en casos como estos. Seguí mi camino y el viejo el suyo.
Tras habernos alejado unos cuantos pasos, ambos volteamos a mirar. Algo nos
llamaba, nos unía. Volví caminando hacia él. Aquel viejo barbudo y solitario
-aparentemente- se quedó estático esperándome. Me acerqué y le pregunté “qué
es” y no dijo nada. Caminamos como sin dirección unos minutos. “Pensamos e
imaginamos” respondió finalmente. “Mire, hoy, en un mundo de cuerdos- como suelen
llamar a la muchedumbre de seres iguales-, cualquiera que piense o actúe
diferente es un loco, un enajenado. Así que tenga cuidado. Debemos cuidarnos”.
El viejo, al parecer -además de solitario- loco, continuó caminando. Comprendí
que eso era todo, que debíamos separarnos. Lo estuve mirando hasta que se
perdió de mi vista.
Se
escuchaban algunos pájaros esa mañana soleada. También las hojas de los árboles
cantaban su himno al ser rozados por el viento cálido. Murmullo, mucho murmullo
de gente haciendo sus quehaceres. Yo ya había terminado el mío: hablar con un
desconocido, con un completo soñador, amante de la vida, esposo más de la
fantasía que de lo real. El viejo sólo se detuvo para esperarme para devolverme
las esperanzas. Yo no estaba sola, yo no era la única que me preguntaba por qué
los perros no volaban. Había más niños en cuerpos de viejos caminando por ahí,
tropezándose con muchachas. Había más colores de los pensados en la humanidad.
Persistían los sueños.
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