Portrait of Jeanne Hebuterne, 1919 Amedeo Modigliani |
Después de tres años la
volví a ver. Mi respiración se agitó y mi corazón no cabía en mi pecho. Era
ella. Hermosa. Estuve contemplándola por un largo rato, tratando de guardar
cada rasgo de su rostro, cada movimiento de su cuerpo. Levantó la mirada y me
vio, pero no como yo la había visto, simplemente me vio, como cuando uno ve un
perro cruzando la calle y luego se olvida de él. Volvió la vista al estante de
libros. Yo quedé inmóvil en el umbral. La amaba. Aun sin haberle hablado, aun
sin conocerla, aun sin saber su nombre, la amaba.
La primera vez que la vi
fue en ese mismo lugar, frente a esa misma estantería. También volteó a verme,
también me quedé inmóvil en el umbral. Ahí me enamoré de ella. De su rostro
dulce y sus delicadas manos. No le hablé, sin embargo. Para qué. Preferí
quedarme con la imagen inventada que tenía de ella, con la persona inventada.
Esa nadie me la quitaría. Sería doloroso, sí. No obstante, menos doloroso que
conocer su realidad verdadera y luego perderla. Miré unos libros y me fui.
La pensé cada día. A
veces lloraba en mi soledad por no tenerla. A veces era feliz, pensaba que era
una dicha haber podido verla por una vez en mi vida. Así era mejor. Así no
había chance de decepcionarme, de decepcionarnos.
Después de tres años,
cuando la volví a ver, caí en las garras del masoquismo y la vida.
La saludé.
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