The Sonata by Irving Ramsey Wiles, 1889 |
Ayer quise ahogarme con el sonido
melodioso de los violines y las flautas. Cerré los ojos para agudizar mi oído y
tragué saliva con dificultad. La música hacía que imaginara cosas bonitas,
paisajes clandestinos y momentos inolvidables aunque falsos. Volé entre
mentiras aquella noche, caminé alrededor de las fantasías creadas por una mente
perturbada, pero creativa y optimista. Salté charcos de sueños estancados.
Sonreí por un momento, con los ojos aún cerrados a pesar de la oscuridad de la
noche sin luna. El cielo, como yo lo imaginaba, estaba despejado y sin
estrellas que contar. Hacía calor y, a veces, pequeñas gotas de sudor que acariciaban
mi rostro me distraían de los pensamientos y alucinaciones. Pensé en los
sonidos de la orquesta como un océano perfecto de emociones. Quise nadar en él,
dejarme llevar por las olas, empaparme de pies a cabeza de los apasionados
ritmos. Quise ahogarme. Terminar junto con la canción. Y finalmente terminó.
Sin embargo, yo seguía respirando puro silencio y aquel silencio me quemaba la
garganta. La siguiente canción llegó a seducir mis oídos. Volví a caer de golpe
en el estado de trance anterior. Mi corazón latía casi al ritmo suave del
piano, como queriendo ser parte de la música. Creo que dejé de respirar, de
oler, de oír, para ser parte de aquellos sonidos maravillosos. Me desvanecí,
floté en la nada. No me ahogué, sino fui parte del gran océano. Ya no era sudor
lo que rodaba por mis mejillas, eran lágrimas de felicidad quizá o de sosiego y
paz.
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