Pablo Picasso - Nude with Picasso by her feet, 1902. |
Pocas veces hablábamos, nunca de cosas
triviales. Siempre de sus pasiones y mis gustos. Sobre todo de la luna. Que tan
blanca, que tan fina. Cuando no estaba, también hablábamos de ella, del agujero
que dejaba en el cielo. Él solía escribirle a la luna. O a las nubes blancas y
esponjosas, a las grises no. Era un amante del cielo. Él también era mi amante,
aunque no se entregara por completo. Yo tenía certeza de aquello, de que era mi
amante, pues cada vez que me miraba, era la misma miradita casi inocente con
que miraba su cielo. Nuestro.
Yo callaba la mayoría del tiempo, porque
para amarlo no había necesidad de palabras. En ocasiones, pasaba la mano por su
pecho, tratando de localizar su corazón y sentir sus latidos. Él me tomaba la
mano, no obstante, como para que yo no supiera lo agitados que estaban, pero yo
lo sabía. Me daba cuenta. Casi nunca sonreía, con la boca, digo. Pero sí con
los ojos -muy bonitos por cierto-. Por eso me gustaba cuando me miraba, porque,
además de sonreírme, me hablaba. Me recitaba poemas más hermosos que las flores.
Y yo callada, quieta, devolviéndole la mirada, escuchándolo con los ojos. Mis
ojos sus ojos.
Me había entregado a él. Toda. Sin él
haberme pedido. Sin embargo, me recibió, me tomó en sus manos y me abrazó con
su corazón palpitante, como yo imaginaba que palpitaba. De amor fuimos
embriagándonos, como dos enajenados, como se debe. Sin escrúpulos ni secretos.
Desnudos. El casi y yo toda. Ambos silenciosos entre la muchedumbre
escandalosa, observando las profundidades de nuestros seres complejos y
pasionales. De vez en cuando mirando la luminosidad lunar, de vez en cuando
mirándonos, de vez en cuando olvidando el cielo.
Claro que nos olvidamos del cielo. En
realidad, él se olvidó de su cielo. Se entregó. Ya no casi, pero completamente.
Me entregó su luna y sus poemas, sus nubes blancas y los latidos acelerados de
su corazón. Todo en mis manos, todo él, en toda su extensión, delicado y
tierno. Con adoración recibí aquello que más había anhelado y supe que era
especial por ser tan sólo merecedora de ello. Fuimos felices. Fuimos el cielo,
la luna blanca y fina y sus nubes jamás grisáceas.
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